Las letras estaban desperdigadas en un círculo alrededor de la copa que tanto conocíamos. Siempre éramos los mismos, tratábamos de mantener nuestro grupo cerrado. No queríamos gente escéptica, que no creyera, que espantara a los espíritus o se sintieran espantados por ellos. Nada nos aburría más que ese tipo de personas que se enorgullecían de “no creer en nada”, llamados ateos. Para nosotros eran tristes personas que no habían tenido el placer de haber atravesado el umbral que nos separaba de un mundo más grande que el nuestro. Un mundo de sombras y lleno de secretos susurrados por aquellos que no habían encontrado aún el descanso eterno. Nosotros lo cruzábamos todos los fines de semana. Tratabamos de reunirnos en lugares abandonados o cementerios. Los últimos eran de más difícil acceso ya que solía haber guardias que merodeaban sus corredores o gente rara que se juntaba a hacer rituales y sacrificar gallinas. Aunque una noche, habíamos descubierto un sector en la parte trasera de nuestro cementerio favorito que permanecía desolado. Todos los corredores de aquella gran necrópolis desembocaban en esa misma dirección que se ocultaba en la oscuridad. Los árboles del otro lado de las rejas, al final de aquél desidioso lugar, se alzaban sobre nuestras cabezas con sus largas ramas torcidas y peladas pareciendo monstruos gigantes con garras afiladas preparados para devorarnos. Era un lugar de fosas abiertas y abandonadas donde en noches de calor podía sentirse el olor a podredumbre de cuerpos que ya no recibían visitas. Ya nadie se acercaba allí por el aroma infernal que asfixiaba el entorno, a pesar de estar al aire libre. En noches profundas donde la luna y las estrellas pálidas no llegaban a iluminar el fondo del cementerio, aquellas fosas parecían portales al oscuro inframundo donde las llamas devoraban todo a su paso y los dioses del infierno esperaban pacientes en la oscuridad. Siempre apostabamos a ver quién sería el valiente, el primero en adentrarse a esos túneles oscuros. Estar en contacto con aquellas tumbas y el olor nauseabundo que emanaban nos hacía sentir más fuertes, sin temor, intrépidos. Creíamos que el mundo de los muertos olía de esa manera, a agrio, a podrido. Es por eso que queríamos acostumbrarnos para cuando llegara el momento de unirnos a ellos. Porque bien sabíamos que todos iríamos allí. No queríamos ser como nuestros padres u otros compañeros del colegio quienes negaban la muerte. En cambio, nosotros le tomabamos la mano siempre.
No hacía mucho que habíamos descubierto el juego de la copa. Conocíamos historias de nuestros padres de cuando eran chicos. Ellos, quienes decían que no teníamos que jugar con esas cosas “del mal”, fueron los primeros en hacerlo a nuestra edad. Los mayores eran hipócritas. También, juntábamos anécdotas de una página de internet, algo así como un foro, en la que diferentes personas compartían sus experiencias. Se llamaba Faro en la Oscuridad, es que la copa servía para eso: era una luz en el abismo de la muerte que conducía a los muertos al umbral de los vivos, y viceversa. Estábamos obsesionados con una madre que todas las noches a la misma hora posteaba sobre las conversaciones que tenía con su hija, la cual había perdido hacía un año por un accidente. Se había ahogado en el río que solían visitar todos los veranos. La niña le contaba que se encontraba bien, que algunas noches volvía a aparecer en aquél río, pero que no era el mismo río que ella recordaba. Su agua era más oscura, más espesa. La mujer relataba que por las noches al acostarse, podía sentir pequeños chapoteos y pasos de pies húmedos sobre la alfombra que cubría los pasillos de su casa. Hasta que un día dejó de postear. En su ultima entrada, había dicho que la espera era una tortura. Necesitaba volver a verla. No hubo dudas al respecto, todos sabíamos a qué se refería…
Al principio solo nos divertíamos, pero a medida que pasó el tiempo fuimos notando que no era solo un juego para nosotros. Se había vuelto nuestra adicción. No podíamos parar. Un mes atrás era algo que hacíamos solo los fines de semana. Ahora, los que teníamos padres más permisivos nos juntabamos día por medio y los que no compartíamos habitación con hermanos lo hacíamos en soledad El simple hecho de sentir la fricción caliente de la copa bajo la yema del dedo, y notar cómo se iba deslizando sobre el suelo lentamente hasta volverse un compás más fluido y delicado, se sentía eufórico. Al igual que se debía sentir el efecto de las drogas fuertes, como la cocaína que consumía mi primo. Yo nunca las había probado, pero estaba seguro que tenía que sentirse de la misma manera. Era excitante, mi corazón latía cada vez más fuerte y más rápido todas las noches que me encontraba en soledad con la copa frente a mí y las letras de papel, hechas con las hojas del colegio, desplegadas en un círculo imperfecto. No tardaba mucho una vez que ubicaba el dedo sobre la copa, los muertos empezaban a hablar. Una vez traté de contactar a mi abuela, pero me asusté cuando le pregunté si recordaba la película que habíamos visto la última tarde que pasamos juntos. Hay veces que los espíritus se ponen juguetones, adoptan diferentes personalidades y no son quienes dicen ser. Son engañosos, y hay que tener cuidado, porque cuanto más tiempo pases cruzando su umbral, más fácil es para ellos cruzar a nuestro mundo, y no todos tienen buenas intenciones.
Ya casi nos veíamos menos con mis amigos, ninguno de nosotros salía de sus casas. Algún que otro Domingo nos juntábamos en la plaza que quedaba cerca de nuestro colegio para hablar de nuestras sesiones espirituales, así las llamábamos. Todos envidiabamos a Monica. Su abuela era conocida en el barrio por tener mucha plata, “platuda” le decían. Le había comprado un tablero de Ouija original. No voy a olvidar más lo contenta que estaba la última vez que la vimos. No solo contenta, estaba eufórica; incluso pude notar pequeños surcos negros formándose bajo sus ojos verdes, frondosos, profundos. Nos había dicho que cada vez estaba más cerca, que podía sentirlo en todo su cuerpo, que ya ni siquiera dormía. El próximo fin de semana la encontrarían colgando del techo de su habitación con el cuello partido y la Ouija bajo sus pies tambaleándose en el aire.
Luego de su funeral fue difícil mantenernos unidos como grupo. Nunca lo dijimos en voz alta, pero yo se que ellos al igual que yo pensaban que nuestra envidia la había matado. No nos atrevimos a cruzar ni una palabra, solo hablamos con nuestras miradas. Las de ellos gritaban miedo, la mía incertidumbre. Recuerdo ver a su madre llorar sobre el cajón. Con los ojos hundidos sobre sus cuencas parecía un esqueleto, como aquellos que creíamos descansaban en el fondo de las fosas. Esa fue la primera vez que vi a un muerto de verdad. Me acerqué al enorme cajón negro y ví a Monica descansar apaciblemente. Su cuello se veía raro por la rotura, hinchado. Recuerdo pensar lo difícil que debía haber sido acomodarlo. Mi madre había dicho una vez que los muertos parecían estar apaciblemente dormidos. Pero no concuerdo con ella. Era fácil darse cuenta cuando alguien está muerto, hay cierta pesadez bajo los párpados cerrados, la piel pierde su color natural, todo se ve más pesado y a la vez más vacío.
Me gustaría decir que no volví a jugar con la copa, al igual que sé que mis viejos amigos no lo habían vuelto a hacer. Aunque ya casi ni nos veíamos, solo hablábamos por mail o celular. El nombre de Mónica y su número seguían allí, como un fantasma en nuestros dispositivos. Algunas noches, cuando me llegaba un mensaje pensaba que vería su nombre en letras digitales en la pantalla. Me preguntaba, ¿por qué no había intentado contactarla? ¿por qué no quería hablar con ella? Yo sabía que era un sueño, porque desde que Monica se había ido, era lo único que hacía. En fin, mis amigos no podían creer que yo siguiera cruzando el umbral todas las noches. A veces les contaba mis nuevas experiencias, pero sé que ya no querían saber más nada. Estaban creciendo y yo seguía estancado con Mónica, estaba muerto como ella. Muerto en vida. Cada vez me acercaba más y más a ellos. Necesitaba encontrarla, necesitaba hablar con ella, necesitaba saber qué la había conducido a hacer lo que hizo. ¿Por qué se nos adelantó? ¿Qué había descubierto? Mi meta era encontrar la respuesta a estas preguntas. Así fuese que tuviese que usar la soga gastada que guardaba desde el funeral bajo mi cama.
Más allá